Un águila con sus alas
desplegadas coronaba el monumento cubano en honor a las víctimas del USS Maine,
acorazado hundido en la bahía de la ciudad de La Habana el 16 de febrero de
1898. El águila de cabeza blanca, es famosa por ser el símbolo nacional de los
Estados Unidos de América.
El 18 de Junio de 1961
revolucionarios enardecidos se subieron en el monumento, ubicado en el capitalino Vedado y
derribaron el ave de bronce, junto con
los bustos de William Mac Kinley, Theodore Roosevelt y Leonard Wood, tres
figuras imprescindibles de nuestra historia.
Precisamente las alas del águila
constituyen una curiosidad de nuestro pasado. Cuando fue inaugurado el obelisco
en 1926, la emblemática figura se mostrada erguida, ofreciendo resistencia al
viento con su envergadura vertical. El ciclón de 1944 la derribó, volviéndose a
colocar en su pedestal, ahora horizontalmente, lista a emprender un majestuoso vuelo.
Así arribó el sitial
conmemorativo a los años iniciales del actual proceso llamado Revolución,
entonces estaba de moda derribar estatuas. El General José Miguel Gómez cayó de
su bello soporte en la avenida de los Presidentes. Muchas otras cosas se fueron
al suelo sin miramiento alguno. No es de extrañar la suerte del conjunto
arquitectónico recordando a los mártires del Maine, frente a una sección del
Malecón habanero, cercana a la
Embajada de los Estados Unidos de América en Cuba.
Larga y polémica es la historia
de cómo fue hundido el Maine en la bahía de La Habana aquella noche aciaga
de 1898, preludio de una guerra definitoria en los destinos de Cuba, además de
señalar nuevos derroteros para la gran nación norteña. Precisamente uno de los
más reconocidos historiadores navales de Estados Unidos, el Almirante Hyman G.
Rickover escribió: Un estudio sobre la destrucción del Maine arrojará nueva luz sobre los
hombres y las instituciones que pelearon en la guerra contra España y dejaron
un legado que continua influyendo sobre nuestra nación.
Y sobre la mía, agrego sin
dilaciones. No es posible comprender la historia cercenándole caprichosamente
una porción. Debiéramos terminar con la concepción exclusiva, sectaria, típica
de los comunistas, imperante aún en Cuba.
Son numerosos los buenos intentos
por esclarecer el polémico hundimiento del acorazado norteamericano. La
tendencia predominante es considerarlo un accidente, motivado por la explosión
del polvo de carbón, residual en las calderas al quemar este combustible fósil.
En aquella época accidentes similares eran frecuentes, aunque ninguno alcanzó
las dimensiones del ocurrido en la rada habanera.
Otras opiniones apuntan hacia una
pequeña carga explosiva exterior, combinada con los efectos dentro de la
embarcación, relacionados en cadena desde las calderas hasta los almacenes de
pólvora, con la adición de fallas estructurales en la construcción del navío,
que facilitaron su rápida destrucción.
De niño recuerdo, como la mayoría
de los cubanos, una opinión divulgada por ciertos textos docentes, amplificados
por la voz popular, reiterando la perfidia de quiénes ejecutaron un acto
calificado como auto provocación, con el fin de justificar una declaración de
guerra a España.
Se decía que de las 266 víctimas,
la mayoría eran negros y muy pocos oficiales, supuestamente avisados de lo que
sucedería, y por tanto salvos en tierra firme mientras la proa del USS Maine
volaba por los aires. Bueno es aclarar que los dormitorios de las clases
superiores estaban en la popa, además,
el desastre comenzó a las 21.40 hora local, cuando como es costumbre, la
oficialidad de cualquier embarcación surta en puerto, goza de franquicias
negadas a la mayoría de los tripulantes.
La amarga celebridad alcanzada
por este desastre alcanzó páginas mediáticas en numerosas publicaciones de la
época y posteriores a ella. The New York Journal, periódico cabecera de la
cadena Hearst, pasó de 30 mil ejemplares diarios a más de un millón.
Posteriormente The National Geographic Magazine y History Channel hicieron sus
correspondientes materiales televisivos.
Sin embargo, para orgullo
nuestro, el pionero en tales actividades fue el realizador cubano Enrique Díaz
Quesada, apoyado por un presupuesto de 25 mil pesos, alto en aquel momento,
aportado por la firma comercial “Santos y Artigas”, con el fin de grabar las
maniobras destinadas a extraer los restos de la embarcación, que entorpecían el
tráfico marítimo en la bahía de La
Habana.
Grabado en 35 mm bajo el título “Epílogo
del Maine”, este documento pionero de nuestro cine eternizó lo que en 1912 se
consideró una hazaña tecnológica, reflotar los restos del acorazado,
posteriormente remolcados hasta cuatro millas de nuestras costas, donde
finalmente se hundió en medio de una solemne ceremonia.
Volvemos al monumento, donde eternizados
en bronce, podemos conocer los nombres de aquellos marineros y oficiales
muertos como preludio a una guerra que estalló dos meses después. También puede
leerse un fragmento de la famosa Resolución Conjunta del congreso
norteamericano, bajo la presidencia de William Mac Kinley, cuando declaró: El
pueblo de Cuba es y de derecho debe
ser libre e independiente.
Este último presidente fue un
declarado opositor de la Reconcentración, política fascista del Gobernador
español en Cuba, Valeriano Weyler, causante de unas cien mil muertes entre la
población civil del país. Mac Kinley murió a consecuencia de las heridas
recibidas durante un atentado, siendo sustituido por Theodore Roosevelt,
enérgico presidente que envió a nuestro país a sus famosos Rough Riders,
cientos de de los cuales cayeron peleando por Cuba libre.
Cualquier manual de historia nos
cuenta la designación de Leonard Wood como gobernador militar provisional en La Habana, dedicado a crear
las instituciones antecesoras de la nueva república. Fue un impulsor de la
educación pública, favoreció la formación de maestros, además de esforzarse en
el saneamiento del país. Todos los funcionarios de su gobierno eran cubanos
ilustres.
A la hora de contar la historia
de una nación, son lamentables los olvidos y omisiones, generalmente
malintencionados, se trata de hombres y mujeres actuantes en una época
determinada, cuyas personalidades, como ya nos alertara el Almirante Rickover, arrojarán nueva luz, dejando influencias perdurables
más allá de nosotros mismos.
Sería un gesto de buena voluntad, pienso yo,
que el águila norteamericana volviera a batir alas en su imperecedero pedestal.
Se trata del símbolo de la nación que nos ayudó a conquistar nuestra independencia
y que nos sigue ayudando en muchos aspectos, un país cercano que todos debemos
respetar y admirar sin entrar en personales manipulaciones políticas.
Por Mario Hechavarria Driggs,
periodista Independiente